Ayer presencié algo que me dolió durante todo el día y que me sigue doliendo. Comprobé la crueldad e inhumanidad que genera en nosotros nuestra prisa y nuestro vivir acelerado. Constaté lo estúpido y atroz de esta vida regida por los relojes.
Como cada martes, diez minutos antes de entrar al cole por la tarde, me tomo un café. Me acerco a un bar donde algunos trabajadores aun están terminando de comer, y me tomo un café rápido para aguantar con compostura, las embestidas vespertinas de mis alumnos adolescentes. En ello estaba, cuando entró un señor desaliñado, con aspecto más anciano de lo que era, con una tristeza infinita en los ojos, y una pausa en el andar y en los movimientos que hacían intuir que tenía vergüenza y que se sentía inmensamente pequeño e indigno. Le dijo algo a la chica que había tras la barra y ésta le contestó que hablara con la cocinera.
Entonces recordé que el día anterior, también iba con las mismas prisas estúpidas y soeces de siempre, le vi hurgando en un contenedor frente a un supermercado. Sacó algo y lo subió a la bicicleta cargada de paquetes que llevaba. Por supuesto, no me detuve a contemplarlo, ni me acerqué a preguntar, ni decidí llegar tarde por ir a escucharle. Esa es la mierda de vida que vivimos. Sólo hice una reflexión para mis adentros, sobre los desastres y cataclismos humanos que esta crisis está provocando, porque, desde lejos como lo vi, me dio la sensación de que no era un habitual, sino alguien que había, recientemente, caído en desgracia.
El hombre se acercó a la puerta de la cocina. Yo ya había terminado mi café y me disponía a pagar. Como siempre, esa mala costumbre mía de no llevar demasiado dinero encima, hizo que tuviese casi lo justo para el café. Pagué y salí, mirando el reloj: quedaban 10 minutos para la clase. Y, entonces caí en la cuenta de que aquel hombre había entrado pidiendo algo para comer, y la camarera lo había remitido a la cocinera. Y yo estaba allí tomando un café, y era tan sencillo como pedirle a la camarera que le sirviera el menú del día y pagarlo, pero no llevaba dinero, y lo que era peor, no llevaba corazón para no darme cuenta a tiempo, para dejar de lado mi tiempo y ofrecérselo. Y lo que es peor, mis prisas por no llegar tarde, mi falta de implicación en el problema del otro, me impidieron darme cuenta que no necesitaba dinero, bastaba con sacar la tarjeta. Pero así de imbéciles somos.
Ya sé que no hubiese solucionado gran cosa. Ya sé que la teoría de la acción o de la intervención social diría que lo adecuado no es solucionar una cuestión puntual y tranquilizar mi conciencia, sino que debería derivarlo a un servicio de atención más integral, pero, joder, perdonadme el exabrupto, lo que quería aquel hombre era comer. Lo que tenía era una necesidad urgente, como mis urgencias por llegar a tiempo. Y yo cambié mi estúpida urgencia por su necesaria urgencia.
Nadie en el bar se dió cuenta de nada. La camarera lo «derivó» a la cocinera. Nadie tomó en consideración la petición humilde de aquel hombre. Malditas prisas que nos vuelven de piedra el corazón. Malditas prisas que nos roban el tiempo valioso. Malditas prisas que nos borran la conciencia.
Sólo para tranquilizar mi conciencia, he decidido que llevaré más dinero en la cartera por si acaso. Yo no hice nada, absolutamente nada por aquel hombre, pero él, que no tenía nada, me regaló un poquito de humanidad de regreso a mi esencia. Gracias desconocido, espero poder devolverte el inmenso favor de hacerme sentir vergüenza de mí mismo.